Cuando la angustia de la población crecía al mismo ritmo con que se desabastecían las góndolas, prevaleció la racionalidad y el paro del campo se suspendió por 30 días, a los efectos de que las entidades del sector negocien con el Gobierno la letra chica de las tardías medidas compensatorias. En este partido tan friccionado, la pelota traspasó varias veces de una cancha a la otra, y esta vez los chacareros la tiraron del lado de la Casa Rosada, después de nacionalizar un conflicto que, con el autismo de unos y el arrebato de otros, volvería a dividir a los argentinos, como en las peores épocas de odiosas antinomias. En todos estos días, no hubo fábrica, ni comercio, ni bar, ni taller, ni grupo familiar, ni reunión de amigos, donde la protesta no se debatiera con una intensidad propia de los años ’70, pero sorprendente para estos tiempos de mansedumbre. Debates acalorados, mano a mano, y también a través de mails que iban y venían, frenéticos; a veces con reflexiones de propia autoría; otras, propagando opiniones afines de diarios, blogs u otros sitios de la red. Ni las más entrañables relaciones amistosas, familiares, laborales, matrimoniales, pudieron resistirse a las apasionadas polémicas. Fue un sacudón de la tierra. Por fin, pese a todo, la política volvía a estar entre nosotros.
El 11 de marzo, el Gobierno fijó un aumento del impuesto a la exportación de la soja y el girasol, a pocos días del comienzo de la cosecha (nada más lejos de la previsibilidad de un Plan Quinquenal, por ejemplo) y sin diálogos previos con el campo, ni siquiera con una Federación Agraria afín al kirchnerismo. Como el Gobierno lo admitió, a su manera, fue un error no distinguir a tiempo las cargas entre chacareros (ni hablar de los pequeños arrendatarios) y pools sojeros. No sólo que la medida se decretó sobre el filo mismo de la trilla, sino que los anuncios compensatorios para pequeños y medianos productores tardaron largas semanas, como si se hubiesen elaborado a las apuradas. Aun hoy, desde el oficialismo le achacan a los federados haberse aliado con la oligarquía de la Sociedad Rural, pero los acontecimientos muestran que el mismo Gobierno empujó a Eduardo Buzzi y los suyos a esa unidad. Fue la miopía kirchnerista la que los igualó. Primero, con su falta de políticas, no supo contener al sector llamado históricamente a integrar el proyecto nacional; y luego, ni siquiera operó con picardía para fracturar esa concertación agropecuaria, que reunió desde pequeños agricultores hasta grandes terratenientes, en un espectro que recorre desde la izquierda revolucionaria hasta la derecha fascistoide. Es esta heterogeneidad, precisamente, la que diluye el contenido político de la protesta del campo, pues en esa hipotética mesa de reuniones, sería difícil incluir en el orden del día una discusión, por ejemplo, sobre las brutales transferencias del sector hacia los gigantescos pulpos multinacionales que controlan de punta a punta el negocio del cereal y las cadenas de comercialización alimenticias. En rigor, ese combate tendría que darlo, en conjunto, el Gobierno -con mayores responsabilidades- y, tal vez, una porción de la dirigencia agropecuaria; pero unos y otros, por distintos motivos, están en otra cosa.
Una ruta peligrosa
Como respuesta orgánica a las retenciones móviles, el campo lanzó un paro sin precedentes, con centenares de piquetes en las rutas, que ahora reforzaron su poderío negociador rumbo a la reanudación del diálogo con el Gobierno, pero “con alguien con poder político y que sepa de campo”, como demandó uno de los líderes gremiales en la Cumbre de Gualeguaychú. Sin embargo, los piquetes ruralistas enseguida comenzaron a desbordarse, sobre todo por la proliferación de los autoconvocados que no respondían a la Federación Agraria, ni a las restantes entidades. En algunos cortes, se demoraba el tránsito sólo por cierto lapso y se distribuían panfletos, atrayendo la atención mediática y punto. Ni siquiera se temía por un desabastecimiento. Sin embargo, en otros puntos, donde los piquetes eran más radicalizados, las cámaras de TV amplificaron los efectos, provocando el contagio. Además, los camioneros que se sentían discriminados, formaban “contrapiquetes”. “O pasamos todos, o no pasa nadie”, se plantaron. La situación empeoraba en las rutas, la angustia crecía en pueblos y ciudades. El Gobierno, con el sentido de la oportunidad que no había demostrado antes, comprendía que una intervención directa con fuerzas federales podía desembocar en una escalada de violencia. En tanto, los sucesivos discursos presidenciales no ayudaban. Desabastecimiento, suba de los precios, ruptura de la cadena de pagos, suspensiones, alertaban sobre los riesgos crecientes del desmadre. Aunque no se escuchó ninguna autocrítica ruralista, es probable -y deseable- que si las conversaciones no prosperan y el campo insiste en la protesta a partir de mayo, no se reiteren las recientes metodologías. No sólo porque ocasionan daños evitables al conjunto de la sociedad -aislando, a la larga, a los manifestantes-, sino también porque la práctica piquetera es funcional a la estrategia kirchnerista de vincular estas demandas, y las críticas en general, con cometidos golpistas y de victimización. Qué tendría que decir Raúl Alfonsín, entonces, asediado en todo su mandato presidencial por las corporaciones militar y sindical, con cachetazos eclesiásticos y ruralistas (¿quién se olvida de los silbidos en la exposición de Palermo?), hasta abdicar ante los saqueos y un lapidario golpe de mercado.
Una de conspiradores
Según la teoría de la conspiración, tanto el puñado de “caceroleros” porteños, como los miles de piqueteros ruralistas, estarían confabulados en una maniobra desestabilizadora del Gobierno, o al menos coincidirían en esos objetivos. Nada más falso, aún cuando haya nostálgicos de la dictadura que nunca faltan en ningún lado. Pero los análisis no deben basarse en anécdotas, conjeturas o paralelismos históricos, sino en las realidades objetivas. Y, en este momento, no hay ninguna posibilidad de amenaza institucional, porque el Gobierno es fuerte, porque no existe el sujeto golpista interno, ni tampoco el contexto internacional propiciatorio; y, sobre todo, porque la inmensa mayoría de los argentinos entendió -a los golpes- que incluso la peor de las democracias es preferible a la mejor de las dictaduras. Así se comprendió en los sucesos del diciembre negro de 2001, con un gobierno constitucional que se caía a pedazos y debía ser reemplazado por otro, liderado por la oposición, con sucesivos recambios presidenciales hasta la asunción de Eduardo Duhalde. Si no hubo amenaza golpista entonces, porqué la habría hoy. Aquí es donde el Gobierno trazó una frontera de intolerancia, colocando “del otro lado” a todos los críticos, por igual, como había hecho con los chacareros de 50 hectáreas y los pools que las cuentan de a miles. Merced a estos episodios, el Gobierno califica a los propios como buenos y democráticos, y a los “no alineados” como malos, golpistas o, con más indulgencia, funcionales a la derecha. En un fuerte rasgo autoritario, el oficialismo no admite que se pueda acordar con las políticas de derechos humanos, o de reformas en el Poder Judicial, pero al mismo tiempo disentir con sus políticas agropecuarias. Parafraseando al intendente José Freyre, cabe preguntarse porqué se obliga a los argentinos a comprar paquetes enteros. “O estás conmigo o estás con el enemigo”, sería el peligroso mensaje.
En rigor, el Gobierno arremetió con una medida aislada de suba de los derechos de exportación de la soja y el girasol, que, en principio, sólo garantiza un fuerte incremento recaudatorio para el Tesoro nacional -o la caja presidencial-, porque la demonizada “sojización” no se detendrá, aun con estas retenciones móviles, si persiste la baja de la rentabilidad de actividades como la ganadería y la lechería, entre otras. ¿Hizo falta un paro de tres semanas para que el Gobierno ofreciera medidas complementarias para el resto de los sectores? En lugar de decretar que todos los “no kirchneristas” yacen a su derecha, deberían haber instrumentado medidas concretas en este lustro de gestión para acotar la expansión de los pools de siembra, a través de nuevas leyes de arrendamiento, como Federación Agraria le demanda desde hace tiempo, sin ser escuchada. Es cierto, las arcas nacionales se ensanchan por igual, se trate de los tributos de inversionistas timberos o de los chacareros, pero el drama social sobreviene cuando estos últimos abandonan la actividad, arrendando sus campos a los grandes productores, con el inmediato resentimiento de la economía de los pueblos, y el quiebre de la tradición familiar de labor agropecuaria. ¿O por qué creen los sesudos tecnócratas que los jefes comunales apoyaron la huelga? Además, el Gobierno tendría que haber apurado los subsidios para agricultores familiares, en lugar de privilegiar a los grupos económicos amigos, como molinos, lácteas y aceiteras. Si así lo hubiera hecho, nadie dudaría de sus promesas. Para más datos, la Subsecretaría de Desarrollo Rural y Agricultura Familiar, clave para la atención de los pequeños productores, había sido anunciada con bombos y platillos en octubre, pero aún hoy es un proyecto incierto.
Modelo para armar
En suma, así como se avanzó en otros ámbitos, el Gobierno no demostró actitudes progresistas en política agropecuaria y, más aún, todavía debe aclararle a la ciudadanía el supuesto concepto redistributivo del reciente aumento de las retenciones. No basta con un discurso florido para eso, como tampoco con un enunciado de buenas intenciones para convencer a los desconfiados dirigentes del agro de que, esta vez, los reintegros les llegarán en tiempo y forma.
Estas demandas sectoriales del campo, aunque algunos las visualicen como una conspiración golpista, comienzan a generar un enriquecedor debate político sobre el “modelo de país”, donde no sólo hay que discutir la distribución del ingreso, sino también un nuevo marco de institucionalidad, porque ya es insostenible que la Argentina se maneje como en un “estado de emergencia permanente”, con “superpoderes” delegados en la Presidencia de la Nación, y una influencia en caída libre del Congreso y las provincias. En marzo de 2002, el presidente Duhalde restableció las retenciones, con carácter transitorio, para financiar planes sociales, acordando con las provincias que el impuesto no sería coparticipable para poder eliminarlo con más ejecutividad, apenas superada la crisis. Seis años más tarde, las retenciones dejaron de ser transitorias, porque ningún sector las rechaza, y aumentan una y otra vez en un contexto macroeconómico favorable para el país. En consecuencia, el desteñido Congreso de la Nación deberá reasumir cuanto antes las funciones que le son propias y debatir sobre las retenciones a las exportaciones (según lo prescribe la Constitución), en sintonía con los gobernadores, que hoy asisten a una millonaria fuga de recursos originados en sus propios suelos, distorsionando las autonomías provinciales y el federalismo, a partir de las discrecionalidades de la Casa Rosada.
(Publicado el viernes 4 de abril de 2008 en diario El Informe)
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