Si hay ballotage, y el "ganador local", las mayores incógnitas

Que las costumbres sociales mutan a pasos acelerados, no es ninguna novedad. Podríamos contar por decenas las habitualidades de los años ’80, o incluso de los ’90, que hoy ya forman parte de los recuerdos. Todo, o casi todo, es sepultado sin remordimientos, bajo la dictadura de las nuevas tendencias. Hasta el punto tal que en nuestro país cayó en el más profundo desinterés la elección de un Presidente, nada menos. La indiferencia mayoritaria -menos mal que el voto es obligatorio- es más penosa todavía para los que nos emocionamos con la restauración democrática de principios de los ’80, con la recordada Multipartidaria, aún en el gobierno militar, y luego con los multitudinarios actos de cierre de campaña, con la gente en la calle, y los líderes imaginando una Argentina mejor. Más desasosiego debe ocasionar esta abulia preelectoral entre los que fueron testigos de la última gran oportunidad para el despegue argentino, en los ’70, con las masivas movilizaciones populares respondiendo al regreso tardío del General Perón.
Pero, a contramano de los ’70 y los ’80, hoy pulula una mayoría de compatriotas atravesada por un concepto infeliz, según el cual: “La política no le cambia la vida a la gente”. Nada más falso. Es en el terreno de la política, o del poder político, a partir de tomar las riendas del Estado, donde se dirimen las cuestiones más elementales que influyen en la vida de los ciudadanos. No es el Estado el sinónimo del poder absoluto, pues la sociedad democrática se construye entre los distintos sectores, en una dinámica articulación de intereses, desbordante de tensiones. Así pues, las orientaciones del Gobierno influyen necesariamente en nuestras actividades y proyectos, no sólo durante los cuatro años de un mandato, porque es usual -y razonable- que las autoridades asuman compromisos a más largo plazo. Entonces, cómo creer que la política nos pasa por el costado.
También están los veinteañeros, que no disfrutaron de las románticos florecimientos de los ’70 y los ’80, donde las mayorías creían en la política como instrumento de cambio social. Aquellos crecieron en una época donde la política se asociaba nada más que con fracaso y corrupción, hasta desembocar en los episodios del diciembre negro, que dejaron el país y sus instituciones al borde del abismo.
A la conocida apatía de la población en general, reflejada en el alto porcentaje de indecisos, en nuestra ciudad la situación se agravó por la falta de compromiso de varios de los referentes locales con sus propios candidatos presidenciales. No se verán esta vez decenas de remises -ni legales ni truchos- recorriendo frenéticamente la ciudad, de punta a punta, como el 2 de septiembre. Además, en las últimas horas, se confirmó en numerosas ciudades una masiva deserción de autoridades de mesa, aumentando los temores de fraude entre las fuerzas opositoras que, además, desconfían hasta de su propia capacidad de fiscalización de los comicios.
Pero no solo hay comportamientos espontáneos de indiferencia en este proceso preelectoral, sino también los hay inducidos por una ola de encuestas de dudosa factura, que intentó convertir la elección en un mero trámite burocrático, como si no hubiera otra opción presidencial que la esposa del presidente Kirchner. En este sentido, si bien desde todos los sectores se admite que Cristina será la más votada el domingo (con la tracción decisiva de los coincidentes comicios bonaerenses), la única incertidumbre es si se alzará con el 40 por ciento de los votos para imponerse en primera vuelta (el segundo más votado estaría lejos del 30 por ciento), o si tendrá que asumir el riesgo de enfrentarse, el 25 de noviembre, en un crucial ballotage, con la dueña del segundo puesto, que todos los consultores adjudican a Elisa Carrió, la postulante de la Coalición Cívica. En esta inédita porfía femenina, así como la candidata oficialista consiguió instalarse en la percepción popular como la más votada, también Lilita hizo lo suyo para demostrar que el pasaje a la segunda vuelta no es una misión imposible, sobre todo en un hipotético escenario de gran concurrencia a las urnas y bajo porcentaje de voto en blanco.
Para la franja más politizada, el atardecer dominguero venadense tendrá el condimento de la incertidumbre, pues ante la ausencia de encuestas -como en los viejos tiempos-, no hay pronósticos ciertos sobre los resultados locales, sino apenas sensaciones. Aunque lo trascendente -en términos de lucha por el poder- es la sumatoria nacional, también importan los números del pago chico. En este sentido, no se descartan sorpresas electorales, como la ratificación de la ruptura de los alineamientos verticales, bendiciendo un signo político diferente a los vencedores semanas atrás en la ciudad y la provincia, y desafiando así la lógica de que los tres más votados en Venado serían Cristina, Lilita y Lavagna. Silenciosos, los puntanos de Alberto Rodríguez Saá pretenden dar el batacazo en el sur santafesino, como en 2003.
Resulta doloroso este clima de marcada indiferencia cívica, pero reconforta el ánimo, de todos modos, haber arribado al fin de semana electoral con la autoridad presidencial reconstituida, entre otros logros impensados pocos años atrás. Hoy las demandas son otras. Y los electores, por estas horas, definen en sus reflexiones en qué manos depositarán la conducción de la Argentina que viene. Más allá de las insatisfacciones económicas, de las deudas sociales sin saldar, de la baja calidad institucional, la oferta de candidatos es amplia y, por sobre todas las cosas, hay que recordar que la democracia costó muy caro a los argentinos como para protestar mediante la abstención o el voto en blanco. Un país que hace poco más de cinco años estaba en llamas, no tiene margen para jugar con fuego.

(Publicado el viernes 26 de octubre de 2007 en diario El Informe)

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