Si bien el gobernador kirchnerista Daniel Scioli apostó a bajar la edad de imputabilidad penal como respuesta al asesinato del ingeniero Ricardo Barrenechea en San Isidro, tal vez esta muerte, y otras que se suceden a diario en distintos puntos del país a manos de adolescentes, no sean en vano, si es que se profundiza el incipiente debate sobre la ley de responsabilidad penal juvenil. En el Congreso de la Nación hace años que duerme una docena de proyectos sobre el tema, pero la mayoría oficialista sólo se apresura cuando la orden baja de la Casa Rosada, sea para trasladarles de urgencia las retenciones móviles (esas que gravaban por igual al pequeño chacarero que al multimillonario terrateniente), o la estatización de los fondos jubilatorios. No existe el mismo apuro para tratar cuestiones prioritarias para la sociedad, como la inseguridad, generando los debates que sea necesarios hasta conciliar las políticas de Estado que trasciendan a los gobernantes de turno. Sólo apura la caja; el resto se cajonea.
Hasta estos días, muchos argentinos ni siquiera estaban enterados de la existencia de estas alternativas de responsabilidad penal juvenil, hasta el punto tal que los encarnizados debates discurrían entre los menores angelicales y los menores endemoniados, sin términos medios, a la medida del estilo beligerante y maniqueo del matrimonio presidencial. Contra las creencias generalizadas, la verdad es que la Argentina es uno de los pocos países, si no el único, que carece de un sistema de responsabilidad penal para los jóvenes, rigiendo aún un decreto de la dictadura militar (1980), que se caracteriza por una imputabilidad plena desde los 16 años y una política de criminalización de la pobreza por debajo de los 16, sin ninguna clase de garantías (“debido proceso”), como sostiene el diputado nacional y experto en la temática de niñez y adolescencia, Emilio García Méndez.
De estos debates surgieron datos esclarecedores, como, por ejemplo, que la Argentina es el único país que dicta sentencias a reclusión perpetua a menores de edad. Años atrás, bajo una abrumadora presión social y cuando Juan Carlos Blumberg aún era “ingeniero”, los legisladores nacionales endurecieron las penas, pero ese atajo demostró prontamente el fracaso de los apóstoles de “la mano dura”. El excluido, el que no tiene nada que perder, no mide las consecuencias de sus actos en función de los años que podría caer eventualmente preso; esa es una contingencia más de su “tarea”, como la torcedura de un tobillo para un futbolista, pero que jamás lo haría desistir en sus propósitos.
De todos modos, en los últimos tiempos se viene consolidando un consenso parlamentario acerca de la necesidad de establecer un sistema de responsabilidad penal juvenil entre los 14 y los 18 años, funcionando separado del correspondiente a los adultos, pero sancionando los mismos delitos, con la privación de la libertad (para los delitos más graves) o trabajo comunitario.
En la provincia de Buenos Aires, por ejemplo, se implementó una ley procesal penal juvenil, con aplicación a cargo de jueces penales de infancia y adolescencia, pero su influencia continuará menoscabada hasta tanto se remueva el citado decreto de la dictadura militar que aún oficia como ley de fondo, siendo el Congreso de la Nación el único organismo que puede regularizar esta situación, siempre y cuando la Presidencia de la Nación demuestre la voluntad política de considerar el tema que, hasta ahora, sólo inquieta a la gran mayoría de la población, a las organizaciones sociales especializadas en temas de niñez y adolescencia y a un sector de la oposición política.
(Publicado el martes 4 de noviembre de 2008 en diario El Informe)
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