El blog de Juan Franco: Festejos de las promociones '58 y '83 del Industrial

El próximo 10 de diciembre -en coincidencia con la restauración democrática- se cumplirán los 25 años del acto de la promoción 1983 de técnicos mecánicos nacionales del Colegio Industrial de nuestra ciudad, pero los festejos se anticiparon con un inolvidable reencuentro en el fin de semana pasado. El viernes 17, los ex alumnos se reunieron en el patio de la escuela técnica de avenida España al 400, donde los representantes de las promociones homenajeadas recordaron su paso por el Industrial entre las décadas del ’70 y el ’80, incluyendo una emotiva clase alusiva con los docentes de aquella época. El sábado 18, los alumnos de las dos divisiones compartieron una cena y baile en la Salón Capisano de la Sociedad Rural, donde las anécdotas más desopilantes de las clases de teoría y de taller se propagaron en cada una de las mesas.
La primera división egresada en el ‘83 estaba integrada por: Sergio Allegrini; Jorge Amarante; Adrián Allín; Osmar Bottazzi; Néstor Benítez; Guillermo Casagrande; Alejandro Cataldi; Fabián Del Río; José Dell’Elce; Adrián Felici; Juan Franco; Sergio Gaitán; Gustavo Had; Ariel Leali; Enzo Lerotich; Gustavo Luciani; Segundo Mónaco; Adriana Olmedo; Gerardo Paesani; Jorge Panfili; Hugo Paratore; Ricardo Rinaldi; Marcelo Ruiz; Julio Sánchez y Daniel Whitty. Y la segunda división: Rubén Areco; Andrés Barbiani; Néstor Benoit; Omar Bertozzi; Eduardo Canarezza; Marcelo Coronel; Marcelo Dabove; Marcelo Fernández; Alberto Garay; Manuel Herbas; Daniel Labiano; Adolfo Martínez; Gustavo Martínez; Sergio Nicolau; Miguel Peppino; Celestino Prevosto; Enrique Rada; Oscar Recchi; Roberto San Cristóbal; Gerardo Terenzi; Salvador Tesolini y Daniel Videla. También se celebraron los 50 años de la promoción ‘58: Carlos Aguirre; Juan Biaggi; Angel Colussi; Héctor Delmastro; Emilio D’Amario; Enrique Galesio; Roberto Galetto; Juan Povoli y Horacio Verdun.

Cuentos de fútbol

La despedida de Plinio. Despaciosamente tomó sus botines y los transitó con la mirada y el tacto, una y otra vez, en un indescriptible recorrido postrero. Sus ojos humedecidos imitaban los de un deudo en la despedida de un ser entrañable y querido. Vaya si era querido por Plinio, ese par de zapatos de fútbol, ya deteriorados por el paso de los años y el trote sobre campos desnudos de césped. Diez años, exactamente, rememoró el hombre; una década de inquebrantable fidelidad. En el medio, incontables partidos, en campitos propios y ajenos, bajo el sol abrasador o chapoteando áreas disfrazadas de lodazales. De vuelta a casa, secado, limpieza y lustrado eran rituales que Plinio jamás pasó por alto, aun cuando la amargura de una derrota no prevista daba ganas de postergar los cuidados para mejor oportunidad. Goles memorables con el derecho -cara interna, cara externa, de puntín- y hasta con el izquierdo, que nunca usó con elegancia, pero alguna vez sirvió para una media vuelta en el área chica, cuando el apremio de una marca no dejaba tiempo para cambiar de pierna. A medida que los repasaba, como si jamás terminara de contar los 26 tapones de goma que sumaban ambos, mil y una imágenes acudían a su inconciente llamado. No quería resignarse todavía, sus gastados botines podían sobrevivir con dignidad a un par de años de desafíos de barrio, incluso de los de atrás de la ruta. "Hay un petisito que le gusta trabar en todas y no hay partido que no me pele un botín", se quejaba Plinio, los sábados de tardecita, de regreso al barrio, tras la visita semanal a parajes adversarios. Plinio siempre fue un fanático futbolero. Nunca jugó en primera, ni siquiera intentó recalar en algún club, pero su sueño de jugador no murió jamás. De chico amanecía llorando cuando un chaparrón inoportuno hacía presagiar la suspensión del picado vespertino. En la escuela, hasta una piedra era bienvenida para correr detrás de ella, al estilo Forrest Gump, durante todo el recreo. Unos cuantos años más tarde, no había olvidado el reproche de la señorita Clyde, su maestra de tercer grado, cuando ésta frenó su veloz pique tras una tapita de gaseosa en el largo pasillo: "Preocupate más en estudiar que en ese bendito fútbol... ¿no te das cuenta que de un millón solamente llegan uno o dos?", le disparó. Plinio no contestó. "¿Y quién te dijo que uno de esos no sea yo?", murmuró para sus adentros. Pero la pelirroja Clyde, hoy jubilada, tuvo razón. Plinio no llegó a ser futbolista profesional, apenas si se defiende los sábados, en el campito. "Mejor no haber sido futbolista, porque así nunca tendré que soportar la amargura del abandono", había dicho hace poco el muy iluso. Hasta que una tarde del verano pasado se convirtió en la última tarde. El compromiso era contra los del barrio La aceitera. Once mocosos serían los rivales a enfrentar. Tenían buenos antecedentes, tanto que venían de cinco goleadas al hilo. Y corrían como locos. Plinio se preocupó como nunca antes. Solía decir en broma que si lo pasaban en velocidad, con una 'rascadita' al comienzo se amansaban enseguida. Pero los 'informes' eran de temer, a esos chicos no se los podía alcanzar ni para pegarles. Cuentan que esa tarde a Plinio lo vieron mal, como desconcentrado, lejos del partido. Por la noche, después del 14 a 0 en contra que no requirió de mayores comentarios, nos enteramos del porqué de sus tribulaciones previas. Un rato antes de partir a la cancha, Plinio tomó el bronceador y con la palma de su mano lo esparció generosamente sobre su cuerpo. Apenas llegó al campito se quitó la remera e inició su romance con el sol, algo que jamás se le hubiera ocurrido en sus épocas de 'profesionalismo'. Incluso se dispuso a jugar de "cinco", sólo para recibir los rayos de pleno, sin interposiciones. "Yo tomo el círculo central", alardeó. Lo que sus compañeros no imaginaron fue la literalidad de la frase, ya que jamás se movió más allá de los límites de la mal trazada y borrosa circunferencia. Durante la hora y pico de partido -con un par de interrupciones para tomar agua- Plinio no agarró a nadie, ni a la pelota ni a los contrarios. Unicamente tomó sol. Apenas se destacó por su trote con la cabeza levantada, aunque ahora muchos creen que era para dorar también su cuello. Una vez en casa, se desvistió, se duchó, y no se preocupó mayormente por su pálida actuación. En cambio, se reconfortó frente al espejo al percibir los tempranos efectos del bronceado. Su reación no demoró. Fue en ese instante cuando su cabeza, de pronto gacha, llevó a que su mirada se clave en los botines, que yacían desparramados en el suelo y mareados todavía de tanto dar vueltas en el mismo lugar. Plinio los alzó despaciosamente y, con los ojos humedecidos, sin hablarles, los colgó en un clavito que su padre había fijado en la pared hace años, sin saber bien para qué. Había sido la última batalla enfrentada 'en sociedad'. Era la hora del retiro. El inefable Plinio no podía volver al fútbol que tanto le apasionaba, luego de reconocer ante sus pares que en esa tarde triste y cálida había saltado a la cancha tan sólo para broncearse. Juan Franco

Festejos de las promociones '58 y '83 del Industrial

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